Me quedé mudo, y ante mi descortesía, se metió de nuevo en el armario. No pude
más que levantarme y abrir la puerta del mueble, hacer para un lado y para otro las perchas,
buscar en vano.
A la madrugada siguiente, a la misma hora, la mujer reapareció y me hizo
idéntica pregunta.
En esa ocasión, tras observarla detenidamente —era pelirroja, de ojos grises y
tenía un lunar en el pómulo izquierdo—, atiné a decirle que no sabía, y volvió a marcharse.
A la
noche siguiente mudé el pijama por mi mejor traje y un ramo de flores. Puntualmente, la extraña
salió del armario y formuló su acostumbrada consulta. Le reiteré que lo ignoraba, pero enseguida
añadí que si yo fuera un tren, y ella aguardara mi paso, ni volando las vías lograrían retrasarme, y
le extendí el ramo de rosas rojas; entonces adornó su cabello con una de las flores y comenzamos
a charlar.
Durante varias semanas se continuaron nuestros encuentros al pie del armario: unas
veces bailábamos; otras, organizábamos picnics nocturnos; siempre reíamos.
Una madrugada,
imprevistamente, me reveló que su boleto se vencía esa misma noche y que ya no volveríamos a
vernos.
Cabizbaja me preguntó si la echaría de menos. Sonreí.
Cuando la puerta del armario se
cerró a nuestras espaldas, aún alcanzamos a oír el silbato del tren en la lejanía.
Gabriel Bevilaqua (Argentina)